[Este artículo fue previamente publicado en el diario español "El Comercio", www.elcomerciodigital.com]
Uno de los libros que guardo en mi biblioteca es un pequeño volumen encuadernado en rústica y titulado “Miguel Hernández y su tiempo”. La historia de cómo llegó a mis manos esta obra, hace ya unos cuantos años, es curiosa. Cruzaba yo España con destino a alguna reunión o de regreso de ella y pasaba el rato, mientras el tren se deslizaba por la bella monotonía de Castilla, discutiendo con unos viajeros, una pareja de jubilados sentados enfrente de mí, sobre las causas de que, por aquel entonces, la RENFE no anduviera todo lo bien que debía. Yo lo atribuía a la mala gestión de cierto ministro de Fomento de origen asturiano y confirmaba mis aseveraciones con datos de mi propia tierra: infraestructuras paralizadas por capricho ministerial, aluvión de inauguraciones de tramos de carretera sin construir, primeras piedras a las que nunca seguía una segunda... Ellos se mantenían en sus trece, tratando de disculpar al ministro, con cierta obstinación inexplicable (tal vez mal informados por los telediarios-nodo de aquella época). En fin, matábamos el tiempo agradablemente mientras el tren nos llevaba hacia nuestro destino. Inesperadamente, la anciana que viajaba a mi lado —se había mantenido hasta entonces al margen— se involucró en la discusión apoyando mis argumentos con tanta entrega y vehemencia que yo me callé y me limité a partir de entonces a escuchar y disfrutar del espectáculo asintiéndo con la cabeza. Cuando la refriega oratoria terminó —el matrimonio de jubilados proministeriales apeándose del tren con la cabeza gacha—, la anciana me dijo: “Voy a hacerle un regalo. Vea este libro” —lo sacó del bolso—: “El autor es mi marido. Fue amigo de Miguel Hernández y estuvo a su lado durante la guerra. Seguro que usted sabrá apreciarlo”.
Se lo agradecí. En la siguiente parada se bajó ella. No sé su nombre y nunca he vuelto a verla. Hojeé la obra. Estaba publicado en 1993. Su marido lo había escrito con casi 80 años. La imagen de un hombre escarbando en sus recuerdos, tal vez dormidos durante las décadas franquistas de hierro y sangre, para rendir un homenaje póstumo y tardío al amigo, al poeta represaliado, antes de que la muerte —olvido definitivo e irreversible— se llevase por delante su propia memoria, me resultó conmovedora y estimulante.
Imposible no tener presentes, cuando se evoca a Hernández, las calles de su Orihuela natal, soleadas hasta deslumbrar en los veranos tórridos de su infancia mientras, entre las ovejas y cabras del rebaño familiar, aprendía el lenguaje de la naturaleza y de la vida; imposible no pensarlo durante su juventud, abriéndose camino en alpargatas en los círculos literarios de vanguardia en Madrid a fuerza de puro talento. O transmutado de poeta en guerrero por mor de la convicción y el compromiso, llevando a los distintos frentes de una guerra infame el consuelo de su arte. Se le puede imaginar, en fin, cautivo por los sublevados, en el penal madrileño de Torrijos —antes de ser trasladado a Alicante, donde murió de enfermedad y abandono—, pergeñando en una cuartilla sucia, solitario en su celda, las Nanas de la cebolla, el poema que inspiró su hijo Manuel, al que raramente podía ver. Y, sobre todo, dolorido por el abandono y la incomprensión de algunos, antes amigos, que sólo le ofrecían como alternativa para seguir vivo dejar de ser, renunciar a su existencia abjurando de todo aquello en lo que creía y manifestando su adhesión al régimen franquista. Qué poco lo conocían.
Al leer el libro de Pedro Collado —así se llama su autor, un prolífico escritor de literatura infantil, según supe después— no puede dejar de asombrar la prosa vital, afilada y precisa con la que un hombre de edad avanzada —la vida cargada de años y de dolores— rememora al poeta que fue, más que ningún otro, “viento del pueblo, para pasar soplando a través de sus poros”.
Concluye Collado su homenaje apostrofando a Hernández con emoción y mirando al futuro: “Hay una juventud que se renueva con generaciones sucesivas y que acude a tu recuerdo. Abren páginas de tus libros y siguen con fervor el cauce de tus versos, con los cuales han hecho vibrar canciones de protesta y de esperanza para el mundo de amor y de justicia que tú perseguías”.
¿Cuántos como este Pedro Collado hay, o hubo, en nuestro país? ¿Cuántos, que dieron testimonio de un mundo distinto, de una esperanza que pudo ser y se frustró? Poco a poco, sus voces se irán apagando y sus recuerdos —indefectiblemente unidos a la fragilidad de las efímeras neuronas humanas, carnales— se apagarán también con la muerte. De ahí el inmenso valor del esfuerzo que han hecho algunos de ellos para escribir, o para contar a otros que las escriban, sus vivencias. Es su mejor legado. Recojámoslo con ternura y con agradecimiento.
05 septiembre 2006
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