01 octubre 2008

El descrédito de lo oscuro

Dos son los rasgos más relevantes de la ideología neoconservadora global, también en su versión española, patrocinada por el PP. Son el dogma de la divinidad del mercado y la pretensión de imponer una determinada visión del mundo al conjunto de la sociedad.
El fundamentalismo de mercado sostiene que el Estado no debe intervenir en la economía, puesto que ésta se regula sola produciendo automáticamente el mayor bien y felicidad posibles. Un planteamiento en el que no creen ni siquiera quienes lo defienden. Basta ver lo que sucede una y otra vez cuando el fantasma de la crisis planea sobre las cuentas de resultados de las grandes corporaciones: los venerables patriarcas de la mercadolatría se agolpan a las puertas del benevolente Estado para solicitar inmediatas ayudas, leyes que alivien su situación o paquetes de medidas urgentes. Es decir: libertad total de acción (a eso se refieren los líderes del PP cuando hablan de “liberalismo”) en época de vacas gordas para privatizar el crecimiento, pero intervención enérgica del Estado en tiempos de vacas flacas para socializar las pérdidas y que éstas recaigan, de modo compartido, sobre el conjunto de la ciudadanía.
La última crisis global, la de las hipotécas subprime, es un claro ejemplo. ¿No eran, según el catecismo neoliberal, positivas esas crisis periódicas, para separar el trigo de la paja? Desaparecerían, así, las empresas mal gestionadas, despejando el campo a las mejores. Pero, después de ver la fotografía de los presidentes de la gran banca estadounidense mendigando ayudas gubernamentales, nadie puede creer ya en su doctrina, como nadie puede creer que la Tierra sea plana después de ver su fotografía desde el espacio.
La reciente cumbre alimentaria de la FAO en Roma es otro buen ejemplo de estas contradicciones: los apóstoles de la liberalización y martillo de proteccionistas, se niegan, directa o indirectamente, a permitir el acceso de productos agrícolas del Tercer Mundo a los países más ricos. Se impiden, de ese modo, las exportaciones que podrían acabar con su endémica pobreza. La adoración del mercado libre como regulador omnisciente sólo se practica cuando beneficia a los más poderosos.
El otro rasgo de los conservadores globales, su afición por imponer una peculiar visión de la vida al conjunto de la sociedad, ha experimentado un alarmante avance en los últimos tiempos. Se incluyen aquí ataques contra la ciencia (y, por ende, contra la racionalidad), contra los derechos de ciudadanía y contra la libertad personal y de conciencia.
Los ataques a la ciencia, importados de los EEUU, tienen su máxima expresión actual en la propagación de tesis acientíficas como el creacionismo o el diseño inteligente, que tratan de contradecir, con argumentos ideológicos y religiosos, la Teoría de la Evolución. El abandono de la racionalidad se manifiesta en que la crítica a una teoría (algo siempre posible) no se hace desde el propio método científico, sino desde el prejuicio religioso. Veremos lo que tardan en llegar a España estos vientos de oscurantismo.
No es, sin embargo, el único asalto a la ciencia: son conocidas las posiciones de diversos grupos contra la investigación con células madre, punta del iceberg de un planteamiento de fondo con mucho más calado: la pretensión de someter la investigación científica al control ideológico de líderes religiosos.
En segundo lugar, encontramos ataques a los derechos de ciudadanía. Porque, no nos engañemos, la furibunda reacción contra la asignatura de Educación para la Ciudadanía es, en realidad, una objeción contra la ciudadanía en sí misma, contra los derechos que lleva aparejados y contra el Estado que debe defenderlos y garantizarlos. ¿A qué tienen miedo? ¿A que los jóvenes se enteren de que gozan de derechos y tienen obligaciones? ¿A que sepan cómo se organiza un Estado democrático? ¿A que descubran que la realidad en que están inmersos es diversa y plural y sólo puede ser gestionada desde el respeto al otro y la tolerancia?
—¡Que no sepan! ¡Que no se enteren! —parecen gritar, temerosos, los críticos de la asignatura. Su objeción es un reconocimiento tácito de que sostienen un modelo de persona y de sociedad que sólo sobrevivirá manteniendo a todo el mundo en el aislamiento y la ignorancia.
Por último, se da un ataque a la libertad personal y de conciencia que resulta de todo punto intolerable para cualquier mentalidad moderna: desde la presencia de representantes religiosos en los comités de bioética de hospitales públicos, para coartar la autonomía de decisión de médicos y pacientes, hasta la persecución judicial a las mujeres que en su día tomaron la difícil decisión de abortar; desde la exigencia de un modelo único de convivencia familiar y el ataque al diferente, como ocurre con el colectivo homosexual, hasta la negativa a aplicar determinados cuidados paliativos o a considerar factible la eutanasia, ni siquiera en casos extremos. Todos son comportamientos cuyo objetivo es restringir la capacidad individual de decisión y enmarcarla en su propio marco de creencias (con desprecio del sufrimiento que ello pueda ocasionar).
Es curioso comprobar que la democratización del conocimiento y la institucionalización de la ciencia por un lado, el concepto de ciudadanía por otro y la formalización de la libertad de conciencia —es decir, los avances que la derecha global pretende romper ahora— tuvieron hitos de gran relevancia de modo casi simultáneo y en todo el mundo occidental a lo largo del siglo XVIII. Son, respectivamente, la publicación de la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert (1751-1772); la elección de Newton como presidente de la recién fundada Royal Society, primera y más relevante sociedad científica europea (1703-1727); la revolución francesa y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789); y el primer reconocimiento constitucional de la libertad de conciencia, en los EEUU (1789).
Primacía de la Razón, ciudadanía y libertad de conciencia, principios sobre los que se ha edificado nuestro actual modo de vida, afianzados durante los últimos dos siglos, junto con un Estado fuerte, capaz de gobernar también la economía, son los enemigos a batir por los ultraconservadores. Desvelar esta estrategia es, en parte, conjurar sus mecanismos, pero aún será necesario un largo camino hasta su neutralización. Afortunadamente, en nuestra sociedad, madura y evolucionada, el oscurantismo tiene bien ganado su descrédito.