Este artículo fue previamente publicado en el diario asturiano "EL COMERCIO"
EL acto político convocado por los obispos en Madrid el pasado 30 de diciembre, supuestamente a favor de la familia tradicional, sirvió para iniciar su particular campaña electoral al lado de la derecha más rancia. En ese camino, la jerarquía eclesiástica abdica de sus obligaciones como pastores de todos los católicos, de derechas y de izquierdas, para entrar en la refriega política atacando los avances sociales y derechos conquistados por los españoles, no ya en los últimos cuatro años, sino en toda la democracia, volviendo a poner en tela de juicio incluso la ley del divorcio y dejando literalmente pasmados a los cristianos progresistas y de mentalidad abierta.
El planteamiento de fondo es que el poder legislativo, legítimamente constituido y democráticamente elegido, no tiene, sin embargo, autonomía para promulgar leyes; se encuentra «bajo vigilancia», de modo que su trabajo sólo es aceptable si cuenta con el refrendo del episcopado, único intérprete de lo éticamente admisible para la sociedad española. Se autoproclama así la Conferencia Episcopal como nuevo órgano del Estado, por encima del Tribunal Constitucional, arrogándose la competencia exclusiva de distinguir el bien y el mal, lo justo y lo injusto, lo conveniente y lo inconveniente. Nada original: el modelo de sociedad que la cúpula del PP y los obispos preconizan podemos encontrarlo, por ejemplo, en Irán, donde un grupo de clérigos decide si las leyes y las actuaciones políticas cumplen la ortodoxia religiosa o no. Sin irnos a Oriente Medio, en España tenemos también una larga tradición de propuestas para someter el poder político al poder religioso: el ultramontanismo de hombres como Donoso Cortés o el nacional-catolicismo de infausta memoria. Los ecos y similitudes de los razonamientos que se oyeron en la concentración de Madrid y los que se hacían en los años 40 son palmarios. Se confunde España con una nación estricta y exclusivamente católica. Cualquier divergencia, cualquier connivencia con planteamientos diferentes es necesariamente producto de la anti-España. Como recoge Santos Juliá en documentos de la época, «las tradiciones de la Iglesia Católica son el criterio radical para discernir lo que es el auténtico ser de España».
En los años 30, el cardenal Gomá denunciaba una subversión del espíritu cristiano por la «labor tenaz de inoculación de doctrinas extranjeras en el alma del pueblo»; esas mismas doctrinas que hoy denuncia el Papa Benedicto en su última encíclica como causantes de que la Historia de la Humanidad «se torciera»: las procedentes de la Revolución Francesa, que cristalizaron en el parlamentarismo, la división de poderes, la separación de Iglesia y Estado, la democracia moderna, la búsqueda de la Libertad, la Igualdad, la Fraternidad. ¿Culpables? Los de siempre: «el laicismo, el marxismo y todos esos espectros pasados de los erasmistas, los judíos y los enciclopedistas afrancesados que han tendido sus sombras sobre la Historia de España».
La excusa con la que se convocó la reciente concentración fue la defensa de la familia cristiana. Si se trataba de una defensa del derecho a formar una familia tradicional, la manifestación sobraba, porque ese derecho jamás ha estado en cuestión: cualquier pareja puede casarse por la Iglesia, tener el número de hijos que estime conveniente, transmitirles libremente sus creencias, bautizarlos, mandarlos a la catequesis... Los organizadores del acto faltan a la verdad con su queja, pues lo cierto es que nos hallamos ante la legislatura que más apoyos a la familia ha puesto en marcha: desde medidas para promover la natalidad hasta una ley de Atención a la Dependencia que garantiza el bienestar de los más débiles y de sus cuidadores; desde una política activa de vivienda hasta la conciliación de la vida laboral y familiar; una legislatura, en fin, en que se ha tratado de mejorar el futuro de nuestros jóvenes con un notable incremento de las becas y el presente de nuestros mayores con el aumento de las pensiones, especialmente las más bajas.
Pero si, en cambio, se trataba de imponer a todos, les guste o no, ese modelo concreto de familia, entonces estamos ante algo más grave, ante un acto que quiebra las bases de la convivencia, ante una pretensión contraria a la Constitución y antidemocrática que sí conculca los derechos humanos, garantes del respeto a toda creencia, visión filosófica u orientación sexual.
¿Cuáles pueden haber sido las motivaciones que llevaron a los obispos a organizar tan desafortunado evento? Varias, a mi juicio. Una de carácter personal. El cardenal Rouco y sus partidarios han querido manipular el presunto acto litúrgico para un doble fin electoralista: mostrar su poder, de cara a los comicios que tendrá que afrontar dentro de pocos meses si quiere presidir la Conferencia Episcopal, y coadyuvar al triunfo electoral del partido político que goza de sus preferencias, el Partido Popular. En ambos casos, se trata de fines espurios. Poner el ministerio episcopal y la liturgia al servicio de tales intereses temporales no deja de ser lo que la propia moral católica define como simonía.
El otro motivo tiene que ver con un profundo cambio sociológico que viene operándose en la sociedad española: es la pérdida de influencia del episcopado sobre la vida y las conciencias de la ciudadanía, volviéndose irrelevante incluso para quienes se declaran católicos (por ejemplo, ¿cuántas mujeres católicas siguen estrictamente las normas eclesiásticas sobre métodos anticonceptivos?, ¿tal vez el 1% o el 2%?). De la percepción de esta inanidad surge la reacción radical y antimoderna de un sector de la iglesia, añorante de una preeminencia social y una influencia política que pertenecen al pasado.
Pretenden, en lugar de hacer autocrítica, que el Estado trabaje a su servicio, imponiendo mediante las leyes aquellos comportamientos que ellos, mediante su autoridad moral, ya no pueden imponer, y tratando de convertir el 'pecado' -un concepto religioso, moral, de validez exclusiva para sus fieles- en 'delito' -un concepto jurídico y civil, válido para el conjunto de la ciudadanía-. El PSOE debería tomar nota. No se puede sostener una política de mano tendida y apaciguamiento hacia quienes pretenden conseguir retrocesos de este calibre en las libertades. El buen talante y las cesiones han sido interpretados por los sectores más reaccionarios de la Iglesia como debilidad de las instituciones y los han envalentonado. El nudo gordiano de la cuestión son los vigentes acuerdos del 79 con la Santa Sede, herederos del Concordato y a todas luces inconstitucionales. Por dignidad democrática, urge desatar ese nudo.
14 enero 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
El unico pero que pongo es a una frase del último párrafo. No es el PSOE quien debe tomar nota. Si no nuestros políticos. Nuestros representantes legales, que son quien en definitiva deben poner a cada uno es su sitio, sean o no socialestas, sean o no de izquierdas. Por lo demás, enhorabuena
Publicar un comentario