[Artículo previamente publicado en el diario El Comercio www.elcomerciodigital.com ]
En esta mañana soleada de domingo —falsamente primaveral, porque el viento fresco aún arranca los últimos escalofríos del invierno al paseante— resulta difícil imaginar a qué apocalípticas amenazas contra España se refiere Rajoy en sus arengas. Uno, más bien, se siente tentado a suponer que las cosas marchan razonablemente bien. Es lo que se percibe viendo a las familias en los parques de Gijón, paseando por el Muro, regateando en un puesto del Rastro o desfilando, despreocupados y aparentemente felices, por la calle Corrida. Imagino que lo mismo ocurre en cualquier otra ciudad de Asturias.
Sin embargo, un grupo de ciudadanos, convocados por las trompetas del Juicio Final que resuenan desde la calle Génova de Madrid, se congregan ante lo que parece ser el fin del mundo. Apocalípticos y milenaristas los ha habido siempre: personas que, desorientadas ante el final de una época, ante los cambios sociales y políticos, o bien se lanzaban a la revuelta o bien se apartaban de la impureza del mundo en el que les había tocado vivir. Normalmente, la visión de estos grupos estaba terriblemente distorsionada por sus propios miedos y fantasmas. El apoyo que conseguían (elevado en algunos momentos de especial zozobra) se iba poco a poco difuminando y sus seguidores se dispersaban cansados de esperar un fin del mundo que demoraba su llegada.
Los predicadores del apocalipsis que hoy nos toca padecer están desorientados también e imaginan un mundo plagado de inexistentes peligros, a punto de estallar. Su desorientación se debe a una razón clara y meridiana: han perdido el poder. Los dirigentes del PP creen que gobernar España es una encomienda que han recibido de Dios y que ejercen por derecho propio. Cualquier paréntesis en su ejercicio es una usurpación. Que los socialistas lo ocupen tras ganar unas elecciones democráticas sólo puede deberse a un fraude o a un incomprensible error del destino. Desde hace muchas décadas, la derecha española viene dividiendo a los habitantes de nuestro país en dos grupos bien diferenciados: la España auténtica y la Antiespaña. La primera, por supuesto, son ellos. La segunda abarcaría a personajes como Pablo Iglesias, Azaña, Giner, Álvaro de Albornoz, García Lorca o Juan Ramón Jiménez y, en fin, a cuantos reformistas, amigos del progreso o heterodoxos han existido en este país nuestro (de todos, de todas). Esto, en sí mismo, no sería tan grave (no deja de ser un delirio) si no se hubiese planteado a la vez, en tantos momentos de nuestra historia, el deber moral de acabar físicamente con la Antiespaña. En algunas proclamas de las escuchadas en las manifestaciones convocadas por el PP últimamente, resuenan indiscutibles ecos del secular rosario de improperios con el que la “España Auténtica” ha cubierto a quienes no identificaba como “de los suyos”. La apropiación de los símbolos comunes como el himno nacional o la bandera va en la misma línea: sólo representan a la “España Auténtica”.
En este caso, la excusa es el tratamiento penitenciario dado a De Juana Chaos. De igual modo que se ha fabricado una mentira, casi un narración mítica, sobre esto (se dice que el Estado cede al chantaje terrorista por hacer algo que el gobierno de Aznar hizo cientos de veces, en condiciones más duras, de forma menos justificada jurídicamente que la actual y a terroristas que sí cumplían pena por cometer asesinatos), el argumento podría haber sido cualquier otro. Se da el desgraciado caso de que ante el terrorismo etarra es muy sencillo apelar a las vísceras y esta siembra sistemática del odio y la deslegitimación del gobierno democrático está dando lugar resultados que —quiero pensar— ni siquiera los organizadores de esos eventos desean, pero que eran sencillos de prever y consecuencia directa de los mismos: ataques con cócteles molotov a sedes del PSOE como la de Alcalá de Henares, agresiones a personas identificadas como enemigos por leer determinado periódico, anacrónicos llamamientos a matar y morir por España, envíos (afortunadamente, sólo dialécticos) de ciertos miembros del gobierno al paredón, etc.
Lo que intenta el PP, además de poner en tensión a su electorado, es tapar por todos los medios la confirmación definitiva de su engaño sobre las armas de destrucción masiva en Iraq, la constatación judicial de su montaje falsario sobre el 11-M en los días posteriores al atentado y la quiebra de la teoría de la conspiración. Lo que quieren contrarrestar es la extensión de derechos a los colectivos homosexuales o transexuales, los avances en la igualdad de las mujeres, el importantísimo salto adelante en la construcción del Estado de Bienestar que supone la Ley de atención a la dependencia, el extraordinario momento de nuestra economía, que empieza a despegarse del ladrillo y continúa creando empleo a todo ritmo al tiempo que aumenta su productividad; el reconocimiento de un estatuto propio para los millones de autónomos que cada día hacen funcionar su negocio, abren su comercio o arrancan su vehículo para ganarse la vida; los adelantos en la protección de las mujeres víctimas de violencia de género; el incremento del salario mínimo y las pensiones, la multiplicación de las becas y, con ellas, de las oportunidades de estudiar para los menos favorecidos o la interminable cascada de detenciones de ediles y alcaldes del Partido Popular por casos de corrupción urbanística. Esto es lo que desean que pase desapercibido. Y es, precisamente, lo que hay que divulgar, lo que hay que explicar. Que España está cambiando para mejor, por más que les pese.
La amenazas sobre el fin del mundo tienen, como decía arriba, un enojoso punto débil: que nunca se cumplen. Por ello, los profetas del apocalipsis tienen que ir cambiándolas paulatinamente. Si sus artes de encantador de serpientes dan resultado, puede que durante algún tiempo lo hagan impunemente, como el carterista hábil sustrae tu billetera sin que te des cuenta. Que si la familia desaparece, que si España se rompe, que si el Estado se rinde a ETA. Chorradas. Mentiras. Falsedades que el simple transcurrir del tiempo va poniendo en su lugar.
Voy concluyendo mi paseo y el cielo continúa azul: el nordeste ha impedido que aparezcan nubes. No he encontrado asomo de crispación en los rostros tranquilos de los gijoneses y gijonesas. Será porque están seguros de que la tan traída y llevada conjura contra España (parafraseando el título de la novela de Philip Roth) es tan falsa ahora como lo fue en otro tiempo la conjura judeo-masónico-comunista que predicaba Franco cada vez que quería tapar con propaganda sus propias vergüenzas.
13 marzo 2007
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