[Este artículo fue previamente publicado en el diario "El Comercio", www.elcomerciodigital.com ]
EL 'sin papeles' ya no es querido por el Gobierno de su país, el país que lo vio nacer pero del que ya no es ciudadano. No lo es porque su Gobierno -su dictador, habría que precisar- no reconoce la nacionalidad a quienes abandonan el territorio perseguidos por sus ideas; a quienes huyen del azote del hambre y la guerra, de la saña cruel con que son tratados los disidentes, los enemigos, y los convierte en apátridas: la versión más radical del 'sin papeles'.
Al dictador bananero no le gustan las ideas del 'sin papeles', ni su actitud, ni su comportamiento. Le parece que está de más. En realidad, tampoco le gusta que emigre. Preferiría tenerlo a su merced. Meterlo en una cárcel. Reírse en su cara durante una farsa de juicio que no resistiría el más mínimo contraste con lo que se llama justicia en una democracia. Acabar, en fin, con su vida -con lo que queda de ella después de unas semanas en prisión- y dejar su cadáver al aire -que todos lo vean, hay que dar ejemplo- o enterrarlo en una cuneta donde su familia no pueda encontrarlo para llorar su ausencia. En fin, eso le gustaría al dictador pero, esta vez, el 'sin papeles' ha conseguido escapar. Ha cruzado el Estrecho para ir a parar a una tierra extraña, desconocida, de la que sólo tiene vagas referencias.
Al mismo tiempo que él, otros lo han intentado. Algunos conocidos suyos lo hicieron en frágiles barquitos pesqueros, navegando sobre un mar encabritado; pequeñas naves que se atevieron a desafiar al Mediterráneo, embravecido en los últimos días del invierno o en el primer albor de la primavera. Hubiera sido más cómodo esperar al verano, a la calma de un mar amigo, pero no había tiempo.
El 'sin papeles', sin embargo, consiguió embarcarse en un buque algo más grande, un carguero acostumbrado a estibar carbón, que para este viaje ha mudado sus hábitos y ha convertido sus bodegas en simulacros de estancia en las que se apiñan 2600 personas con un solo aseo para todas.
Tras una penosa travesía, escorada la nave por el exceso de pasaje, con la línea de flotación sumergida, esquivando la vigilancia de las autoridades de su país, la presencia de la Armada, de las hostiles naves que patrullan las aguas entre los dos continentes, se avista la costa, esa costa desconocida que asusta pero al tiempo promete una nueva vida.
Hasta esa débil esperanza se frustra. El capitán de la nave tiene que amenazar con estrellarla contra los muelles para que le autoricen a atracar. Cuando el 'sin papeles' consigue finalmente desembarcar, ello no comporta alcanzar la libertad. Se ve conducido a una dársena en la que pasará, entre alambradas, una larga cuarentena con centenares de personas hacinadas, sin higiene, sin comida, sin medicamentos, sin atención.
En alguno de esos momentos, el 'sin papeles' pensó si habría merecido la pena. Se miró reflejado en las aguas plateadas del muelle y casi no se reconoció: delgado y con aspecto enfermizo; su piel blanquísima, curtida y avejentada por varios años de guerra y preocupación. Estaba en Orán, en la costa argelina, todavía francesa, tras desembarcar, proveniente de Alicante, de un viejo mercante, el Stanbrook, que abandonó el puerto español, mandado por el capitán Dickson, el 28 de marzo de 1939.
El 'sin papeles' puede llamarse Max Aub, el escritor que eligió ser español y apuró, consecuentemente, hasta las heces el cáliz que como tal le correspondía; puede llamarse Miaja, el general leal a la República y a la democracia que defendió Madrid y pasó por Orán rumbo al exilio; podría tratarse de Alberti y María Teresa León, que hicieron el mismo viaje en una frágil avioneta, o tener otros tantos nombres perdidos para la Historia...
El 'sin papeles' pudo ser, en otro contexto, cualquiera de los miles de españoles que viajaron huyendo del hambre y la pobreza a Cuba, la Argentina o Filipinas; a Alemania, Francia o Suiza con sus alpargatas y sus maletas de cartón.
Huyendo. Porque ¿qué efecto llamada o qué canto de sirena movía a los españoles de postguerra a vendimiar en Francia o a cruzar el Atlántico con pasajes de tercera sino la huida de la miseria? ¿Qué efecto llamada ejercían en 1939 los campos de prisioneros argelinos o los del sur de Francia sino escapar de la represión y de la violencia franquista? No existe llamada alguna. El desesperado -el africano de hoy, como el español de hace cincuenta años o un siglo- tiene, sobre todo, razones para huir, para escapar, para evadirse de su realidad terrible o directamente inhumana.
Lo menos que podemos hacer es abordar el fenómeno de la inmigración con un mínimo de humanidad y de sentido común, recordando lo que fuimos nosotros mismos. Con todo el rigor de la ley contra las mafias traficantes de personas, pero sabiendo valorar en su justa medida la aportación a la riqueza nacional y al crecimiento económico que están haciendo los inmigrantes que residen y trabajan en España. La inmigración no es, hoy por hoy, un problema. Pero sí tendremos uno (y bien grave, por cierto) si prestamos oído a los que azuzan odios y miedos, a los que siembran desconfianzas contra los extranjeros por el simple hecho de serlo. Si el PP decide deslizarse por ese camino, estará poniéndose a la altura de los partidos de extrema derecha de otros países europeos (euroescépticos para todo menos para eso, qué lástima). Y sabemos bien a dónde conduce esa deriva.
10 octubre 2006
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